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dopar su ansiedad. Y por el otro, usar de trampolín el apuro. Algunas de esas
anotaciones fragmentarias se perdieron en el revuelo de esos días. Pero las que
conservo bastan para articular el final del proyecto.
Estas anotaciones comparten con Martínez Estrada la visión de la conquista. El
remington es más útil al ejército que la zanja divisoria. El remington permite abatir al
enemigo a distancia, sin exponerse al cuerpo a cuerpo. La lucha contra el indio se
transforma en una partida de caza colectiva. No se combate por la gloria sino por la
victoria. Vencer es matar. Y no me vengan con que nuestra campaña del desierto fue
más humanitaria que la conquista del Far West, dice el profesor. Lo cantan las
crónicas de los militares carniceros: según estadísticas del Colegio Militar de la
Nación, de veinte mil indios, unos catorce mil fueron exterminados o llevados
prisioneros. A los jóvenes que el ejército pudo doblegar, los incorporó a sus filas. Y
las indiecitas fueron repartidas como siervas.
El ejército ataca por sorpresa la toldería. Rodeados, los indios se desploman
acribillados. Para la milicada cada ofensiva es una práctica de tiro al blanco. Los
proyectiles derriban hombres, mujeres, chicos. La matanza es indiscriminada. Cuando
la caballería carga, son pocos los indios que se mantienen en pie y presentan una
resistencia torpe y desmañada. Las mujeres, indias y cautivas por igual, intentan salvar
a sus crías. La toldería empieza a arder. Entre las llamas hediondas de cuero, la
indiada en desbande busca en vano un flanco para escapar de la operación. A sablazos,
los milicos les caen encima y devastan. En el humo, en la polvareda, se sablea sin
distinguir una vieja de un guerrero herido. El aire apesta a carne quemada, a pólvora, a
sangre.
Pichimán aparta a su cautiva y hace frente a una carga. Surge entre el fuego y una
estampida de caballos, con un facón en la diestra. Pero queda encerrado entre dos
jinetes uniformados. El facón choca contra un sable. A uno lo puede ensartar, de
costado, en una pierna. Pero cuando se apresta a voltearlo, un disparo lo tumba.
Pichimán cae entre las patas de los caballos.
La cacería ha terminado. Se oye el crepitar de los toldos incendiados, el sacudón
del viento flameando unas matras, unos relinchos sofrenados, el aullido de unos perros
cimarrones dispersándose espantados. Pero, intermitente, más se oye el llanto de
criaturas. Mientras la milicada arrea a los pocos sobrevivientes y separa a las cautivas,
se oyen también, espaciados, unos últimos tiros, aislados. Los milicos rematan a los
moribundos entre los caídos. Tiros y risas, se oyen. Entre los cadáveres procuran
identificar al capitanejo. Un sargento lo encuentra. El indio todavía respira. El
sargento imparte una orden y dos reclutas se apuran a obedecerle. D corre a proteger
los estertores de su amante. Los milicos la atajan. Hacen falta varios para reducirla.
A pesar de su herida, a pesar de la sangre perdida, Pichimán se incorpora
trastabillando como un borracho, le tiende un brazo a la cautiva. Pero lo doblegan a
patadas. Un milico lo arrodilla, otro lo agarra de la pelambre, un tercero le asesta un
botinazo entre las piernas. El teniente alza su revólver. Con un gesto obliga a sus
reclutas a separarse del prisionero. Pichimán permanece de rodillas, los ojos casi en
blanco. Parece perder el equilibrio, pero no llega a caer de bruces. Porque el teniente
le dispara a quemarropa y el impacto despide el cuerpo exánime hacia atrás.
El estampido marca un silencio. Dura segundos esta quietud, hasta que se oye un
grito animal. D se sacude, muerde, debatiéndose entre los huincas que la retienen. Con
espuma en los dientes, desgreñada, sucia, malo liente, arranca una oreja, la escupe,
clava las uñas en unos ojos y termina por zafarse y manotear el facón de Pichimán.
Los milicos, impresionados, se abren a su alrededor. Nunca vieron nada igual. Ni
blanca ni india, D pertenece a otra especie. No es humana esa mujer. Amartillando,
encañonándola, los milicos se disponen a gatillar, pero D no les da tiempo. Ante sus
miradas perplejas, D se corta la lengua con el facón. La sangre, como un vómito
oscuro, mana a borbotones. El teniente, asqueado, grita la orden de fuego. Los
milicos, atónitos, tardan en cumplir la orden. Dos veces tiene que gritar fuego el
oficial.
El día siguiente, aquel jueves 16 de junio, estaba programado un desfile aéreo de la
marina. La aviación debía rendir un homenaje a la bandera sobrevolando la tumba del
Libertador. El contralmirante lo va a evocar heroico en sus memorias:
A las once de la mañana de aquel día, numeroso público se había dado cita en las
cercanías de la Plaza de Mayo para observar la revista aérea programada. A las doce
cuarenta exactamente, tres aparatos sobrevolaron la Casa de Gobierno lanzando
bombas, al igual que sobre el Ministerio de Guerra y la Plaza de Mayo. Una cayó de
lleno sobre la residencia gubernamental. Otra alcanzó un trolebús repleto de pasajeros,
que llegaba por Paseo Colón hasta Hipólito Irigoyen. Una tercera bomba cayó sobre la
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