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pedaços de vidrios rotos de escudillas e culos de botellas e botones de sus
braguetas; haunque cuanto ellos podían coger les paresçia ayer la mejor joya
del mundo. Por cossas que muy menos e nada valían daban mucho más e
todo. Para ellos eran cossas «caídas del cielo». Así todos, hombres e
mujeres e moços e doncellas, después de ayer el coraçon seguro de nos,
venían y todos traían algo de comer y de bever, que davan con un amor de
maravilla, e cuando no tenían más ofrescían sus cuerpos maravillosamente
modelados con muy deseoso coraçn de dar e darse enteras sin pedir más.
Tendían los brazos para nos asir e darse en prenda de los cascaveles.
Los hombres no traen armas ni las cognosçen. Les amostré espadas e
las tomaban por el filo e se cortaban por ignorancia. Algunos hasta
perdieron algunos dedos, que ovieron de vendárselos nuestros hombres para
que no se desangraran. No tienen ningún fierro. No cognoscen el fierro. Sus
azagayas son unas varas de caña sin puntas de fierro e sólo traen en su lugar
un diente de jabalí o espinas de peçes o la aguja que la raya gigante lleva
como aguijón mortal en la cola. Lo mismo las flechas. Sus conteras y
ranuras están adornadas de plumas de papagayos de brillantes colores.
Bueno oviera sido que tovieran las puntas de oro, e ansi poderlas recoger
cuantas tirasen los gentiles arqueros.
Al arrojarlas al aire por demostración de cortesía e buen ánimo
semejan finas saetas de flor. Vuelan y se clavan con çertera puntería en los
grandes cocos de las palmeras que les devuelven altissimos chorros de leche
muy blanca cuya ambrosía beben golossamente sin perder una gota con
piruetas de gimnastas griegos e algunos volando.
Estos pobladores de San Salvador deven ser buenos servidores e de
buen ingenio. Veo que muy presto dizen e contestan con señas muy
elocuentes a todo lo que se les dile e pregunta como si toda su vida desde
haçe miles de años no ovieran fablado sino con las manos. Porque lo que
hablan por la boca no es sino por manera de gruñidos y ladridos, de ruidos
que no se entienden, por la priesa que se dan en amontonarlos y emitirlos
con la boca chiusa y la garganta inflada con tanto viento apalabrado adentro.
Es gente mansa, muy símpliçe e muy pobre. Pero todo lo que tienen lo
dan a cambio de cualquier cossa que les den, sin pedir más, ni robar nada
porque no tienen el sentido de la propiedad, ni siquiera la de sus propios
cuerpos y ánimas. No saben de lo tuyo e lo mío. No esperan en esta vida ni
en la otra el bien ni el mal, pues para ellos el único bien es el de la natura-
leza que es de todos, como el sol, la luna, las estrellas, la lluvia, el fuego, la
tierra, el viento, el mesmo universo.
Yo creo que ligeramente se harían cristianos, que me paresçió que
ninguna secta tenían. Ninguna fe tienen, salvo en sus ídolos fementidos. La
inmortalidad está más valía para ellos que un odre seco, e hay que llenárselo
con la presencia de Dios. Yo, plaziendo a Nuestro Señor, con la autorización
de Sus Alteças Sereníssimas llevaré de aquí al tiempo de mi partida siete
mancebos indios para que deprendan a Tablar en castellano e sirvan a su
Majestad el Rey como moços de quadra. Llevaré también, plaziendo a Sus
Altezas, siete doncellas mestizas, cuya historia referiré luego, que mucho
portento es, y que pueden servir con su buen natural como azafatas de Su
Alteza Sereníssima, la Reina, a quien le encantará ver estas ninfas de dos
sangres nasçidas en las florestas de Yndias. Las primeras que conocerán los
Reinos de España.
Crean Vuestras Altezas que es esta tierra la mejor e la más fértil e
temperada que aya en el mundo. Es mi aspiraçión más profunda que algún
día, paçificados e puestos en orden estos pueblos que son desde ahora
súbditos y vassallos vuestros, los más rendidos, podáis visitar estas tierras
reçién descubiertas y recorrerlas con todo el esplendor de vuestra realeça,
pues ellos esperan al Mesías que ha de salvarles e regirles con bondad,
rectitud y sabiduría. E desta manera sobre vuestro imperio sin orillas no se
pondría nunca más el sol.
Parte XLII
ITE MISA EST
En cuanto al ()filio solemne de acción de gracias, como ya dije, fue
çelebrado tan pronto quedó erigida la gran Cruz en el futuro asiento de la
Casa Fuerte. La isla de Guanahaní fue bautizada por mí como San Salvador,
pues al Salvador del mundo debíamos nuestra salvación, estar en esta isla,
estar en el mundo, estar de nuevo en el tiempo de los hombres, estar yo en
mi posible. El sermón de Buril resultó una burla de estos profundos
sentimientos que animavan mi ánima.
De pronto la calor se tornó insoportable como el de una terrible y
súbita resolana. Rayos sigsagueantes volavan sobre las cabezas de los que
nos hallávamos arrodillados oyendo la santa Missa. Creímos que el sol se
partía en pedaços en esa lluvia de fuego. Era el momento de la elevaçión de
la Forma Sagrada que fray Buril sostenía en lo alto. Uno de estos rayos dio
en el blanco redondel de farina áçima e lo volatiliço. Fray Buril cayó de
rodillas tocando el suelo con la cabeça. En eso vimos que varios rayos
convergían sobre el rústico altar de palos y que lo inçendiavan. Ya no ovie-
ron comunión general ni acción de solemne. Sólo, gritos, ayes, llamas,
humo, el gran pavor que nos tenía a todos paraliçados.
Tardamos en comprender que tales graçiasrayos no eran sino el reflejo
del sol en los espejuelos del regateo manipulados por las mujeres indias que
derramavan sobre nosotros el sol, el sol, el tórrido sol equinoccial,
multiplicado en su calor millares de veces. Todos fuyeron presas del pánico.
Yo me quedé en medio de las llamas. Abrí los brazos en cruz e al instante
los rayos se retiraron a sus omildes fuentes de calor que no eran más que
óvalos de cristal e frío asogue.
Salí a mi vez e vi que la dança de las mujeres desnudas adornadas de
cascaveles e cuentas de vidrio, de bonetes rojos, de breteles e çintas azules,
con los vaçines de bronce a guisa de sombreros, continuava en todo su
apogeo en una coreografía al mismo tiempo armoniosa e salvaje... Sentí una
presencia a mi lado. Giré la cabeça e vi al ançiano que avía arrivado en una
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