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aquí para que recojan a Karlus. Nosotros nos vamos hacia el Pantano de los Fantasmas, a ver lo que
pode-mos hacer. Si no regresamos a Schondara, estad preparados para lo peor.
El hombre hizo un gesto de que había comprendido todo y se alejó a la carrera. Hakon, los dos
hombres que no estaban he-ridos y yo, nos preparamos para seguir a Valerio y a su gente hasta el
Pantano de los Fantasmas. Yo hubiera aguardado a que nos llegasen refuerzos, pero Hakon, acuciado
por el sentimiento de que había permitido con su imprudencia que Valerio esca-para de la prisión, no
estaba dispuesto a esperar. Cada uno de nosotros se armó lo mejor que pudo. Yo cogí la espada del
hom-bre de Gunderland al que había matado, y reemplacé el arco que había perdido cuando huía de
los pictos por otro de uno de los hombres de Hakon.
Por fortuna, Hakon y uno de sus hombres conocían el cami-no, porque en alguna ocasión se habían
aventurado hasta el si-niestro pantano. La luz de las estrellas iluminaba lo suficiente para impedir que
nos perdiéramos o que cayéramos en alguna sima. Muy pronto, la maleza se cerró sobre nosotros.
Cruzamos la ensenada del Lince y nos adentramos en la espesura del bos-que salvaje. Avanzábamos
en fila india, procurando hacer el menor rui-do posible. El silencio sólo era interrumpido por el
chasquido de alguna rama o por el roce de un arbusto. El rastro nos conducía hacia el suroeste, y a
medida que avanzábamos se hacía más di-fícil seguirlo.
Caminábamos absortos cada uno en sus propios pensa-mientos. El nuestro no era un viaje de placer.
Las tierras pictas eran unos parajes aterradores, plagados de hombres salvajes que podían atacar en
cualquier momento, e infestados de ali-ma as y fieras como lobos, y panteras, y las serpientes
gigan-tes de las que ya he hablado. Se dice que en estas tierras habi-tan también otras terribles
criaturas que ya han desaparecido de otras partes del mundo, como el gran tigre de dientes de sa-ble y
un animal parecido al elefante. Yo nunca he visto ningún elefante, pero mi hermano visitó Tarantia en
una ocasión y vio a una de esas fieras en la colección del rey Numedides, el día en que el rey permite
que las gentes entren en sus jardines. De vez en cuando, los pictos venden a los mercaderes de la
Mar-ca Occidental el enorme colmillo de marfil de una de esas cria-turas.
Otros habitantes de estas tierras, aún más terribles, son los demonios de los pantanos o diablos del
bosque, como algu-nos les llaman. Viven en grandes grupos en lugares como el Pantano de los
Fantasmas. Durante el día se desvanecen -nadie sabe adonde van-, pero vuelven cuando cae la noche,
enormes como murciélagos, aullando como las almas condenadas del in-fierno. No solamente aúllan.
Más de uno que ha osado aden-trarse en estas tierras ha aparecido degollado de oreja a oreja por las
garras de estas diabólicas criaturas. Es muy peligroso acer-carse a los lugares donde habitan. El hecho
de que el Hechicero del Pantano tenga su morada en el corazón de uno de los luga-res favoritos de caza
de estos demonios es una de las pruebas más evidentes de su inconmensurable poder maléfico.
Al cabo de un rato llegamos a la ensenada de Tullia, así lla-mada en memoria de un habitante
schohirano que perdió la vida en un enfrentamiento con los pictos. La ensenada de Tullia marca la
frontera entre Schohira y las tierras pictas. O al menos eso dice el último tratado firmado entre los
salvajes y el gober-nador de Schohira.
Atravesamos la ensenada de Tullía saltando entre las rocas. Al llegar a la otra orilla, Hakon se detuvo
para deliberar entre susurros con el hombre que conocía el camino. Después de es-crutar los
alrededores y de apartar las ramas de la maleza, en-contraron que el rastro se dividía en una
encrucijada, y nosotros tomamos el camino de la izquierda, internándonos en el bosque hacia el sur, en
dirección al Pantano de los Fantasmas. Hakon nos pidió que apuráramos el paso y que hiciéramos el
menor ruido posible.
-Debemos llegar al campamento picto antes del amanecer- susurró.
La rapidez en el avance y el silencio son cualidades incom-patibles hasta para el más experimentado
explorador. A mayor rapidez, menos posibilidades de avanzar en silencio. Siempre ha sido así. De
cualquier forma, proseguimos nuestra marcha si-guiendo el rastro a buen ritmo, esquivando ramas y
sorteando obstáculos lo mejor que pudimos.
Y caminamos por el sendero durante dos horas, tal vez. En los lugares en los que el bosque se hacía
menos espeso, miraba ansiosamente hacia la izquierda para ver si el cielo -del que al-canzaba a ver
peque os retazos por entre las hojas- había em-pezado a aclarar por el este. Sin embargo, sólo
aparecían las estrellas describiendo su lento movimiento circular, y, como había luna nueva, no la
vimos aquella noche. Además de la res-piración de los hombres y del roce ocasional de una hoja o el
crujido de una ramita, los únicos sonidos que se oían era el zum-bido y los chasquidos que producían
los insectos nocturnos y, de vez en cuando, el susurro provocado por alguna peque a bestia salvaje al
huir por entre la maleza.
En una ocasión nos paramos y nos quedamos helados al oír un sonido lejano parecido a una tos. Al
cabo de un rato, uno de los hombres del bosque dijo:
-¡Una pantera!
Seguimos avanzando, como si las panteras no hubieran teni-do nada que ver con nosotros. Y la verdad
es que no lo tenían, ya que la pantera caza sola, y nunca atacaría a cuatro hombres adultos. Los pictos
son otra cosa. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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