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tira; pero ¿había elección? Un instinto de prudencia le aconsejaba destruir el legajo, alejarse
voluntariamente de la pesadilla, si es que todavía estaba a tiempo. Así, nadie sabría nada.
Nadie, se dijo con aprensión; pero tampoco él. Y Jaime Astarloa necesitaba saber qué sórdi-
da historia estaba latiendo en el fondo de todo aquello. Tenía derecho, y las razones eran
muchas. Si no desvelaba el misterio, jamás recobraría la paz.
Más tarde decidiría qué hacer con los documentos, si destruirlos o entregárselos a la
policía. Ahora, lo que urgía era descifrar la clave. Sin embargo, resultaba evidente que él no
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era capaz por sus propios medios. Quizás alguien más avezado en cuestiones políticas...
Pensó en Agapito Cárceles. ¿Por qué no? Era su contertulio, su amigo, y además seguía
con apasionamiento los sucesos políticos del país. Sin duda, los nombres y los hechos con-
tenidos en el legajo le serían familiares.
Recogió apresuradamente los papeles, ocultándolos de nuevo tras la fila de libros, cogió
bastón y chistera, y se lanzó a la calle. Al salir del zaguán sacó el reloj del bolsillo del chale-
co y consultó la hora: casi las seis de la tarde. Sin duda Cárceles estaba en la tertulia del
Progreso. El lugar estaba cerca, en Montera, apenas diez minutos a pie; pero el maestro de
esgrima tenía prisa. Detuvo un simón y pidió al cochero que lo llevase allí con toda la rapi-
dez posible.
Encontró a Cárceles en su habitual rincón del café, enfrascado en un monólogo sobre el
nefasto papel que Austrias y Borbones habían jugado en los destinos de España. Frente a él,
con la chalina arrugada en torno al cuello y su eterno aire de incurable melancolía, Marcelino
Romero lo miraba sin escuchar, chupando distraídamente un terrón de azúcar. Contra su
costumbre, Jaime Astarloa no se anduvo con excesivos cumplidos; disculpándose ante el
pianista
hizo un aparte con Cárceles, poniéndolo, a medias y con todo tipo de reservas, al corriente
del problema:
-Se trata de unos documentos que obran en mi poder, por razones que no vienen al caso.
Necesito que alguien de su experiencia me esclarezca un par de dudas. Por supuesto, confío
en la discreción más exquisita.
El periodista se mostró encantado con el asunto. Había finalizado su disertación sobre la
decadencia austro-borbónica y, por otra parte, el profesor de música no era precisamente un
contertulio ameno. Tras excusarse con Romero, ambos salieron del café.
Resolvieron ir caminando hasta la calle Bordadores. Por el camino, Cárceles se refirió de
pasada a la tragedia del palacio de Villaflores, que se había convertido en la comidilla de todo
Madrid. Estaba vagamente al tanto de que Luis de Ayala había sido cliente de don Jaime, y
requirió detalles del suceso con una curiosidad profesional tan acusada que el maestro de
esgrima se vio en apuros serios para soslayar el tema con respuestas evasivas. Cárceles, que
no perdía ocasión para meter baza con su desprecio a la clase aristocrática, no se mostraba
en absoluto apenado por la extinción de uno de sus vástagos.
-Trabajo que se le ahorra al pueblo soberano cuando llegue la hora -proclamó, lúgubre,
cambiando inmediatamente de tema ante la mirada de reconvención que le dirigió don
Jaime. Pero al poco rato volvía a la carga, esta vez para argumentar su hipótesis de que en
la muerte del marqués había de por medio un asunto de faldas. Para el periodista, la cosa
estaba clara: al de los Alumbres le hablan dado el pasaporte, zas, por alguna cuestión de
honor ofendido. Se comentaba que con un sable o algo por el estilo, ¿no era eso? Quizás don
Jaime estuviese al corriente.
El maestro de esgrima vio con alivio que ya llegaban a la puerta de su casa. Cárceles, que
visitaba por primera vez la vivienda, observó con curiosidad el pequeño salón. Apenas des-
cubrió las hileras de libros se dirigió hacia ellas en línea recta, estudiando con ojo critico los
títulos impresos en sus lomos.
-No está mal -concedió finalmente, con magnánimo gesto de indulgencia-. Personalmente,
echo en falta varios títulos fundamentales para comprender la época en que nos ha tocado
vivir. Yo diría que Rousseau, quizás un poquito de Voltaire...
A Jaime Astarloa le importaba un bledo la época en que le había tocado vivir, y mucho
menos los trasnochados gustos de Agapito Cárceles en materia literaria o filosófica, así que
interrumpió a su contertulio con el mayor tacto posible, encauzando la conversación hacia
el tema que los ocupaba. Cárceles se olvidó de los libros y se dispuso a encarar el asunto con
visible interés. Don Jaime sacó los documentos de su escondite.
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-Ante todo, don Agapito, fío en su honor de amigo y caballero para que considere todo este
asunto con la máxima discreción -hablaba con suma gravedad, y comprobó que el periodista
quedaba impresionado por el tono-. ¿Tengo su palabra?
Cárceles se llevó la mano al pecho, solemne.
-La tiene. Claro que la tiene.
Pensó don Jaime que quizás cometía un error, después de todo, al confiarse de aquella
forma; pero a tales alturas ya no había modo de retroceder. Extendió el contenido del legajo
sobre la mesa.
-Por razones que no puedo revelarle, ya que el secreto no me pertenece, obran en mi poder
estos documentos... En su conjunto encierran un significado oculto, algo que se me escapa
y que, por ser de gran importancia para mí, debo desvelar -había ahora una absorta mueca
de atención en el rostro de Cárceles, pendiente de las palabras que salían, no sin esfuerzo,
de la boca de su interlocutor-. Quizás el problema resida en mi desconocimiento de los asun-
tos políticos de la nación; el caso es que soy incapaz, con mi corto entender, de dar un sen-
tido coherente a lo que, sin duda, lo tiene... Por eso he decidido recurrir a usted, versado en
este tipo de cosas Le ruego que lea esto, intente deducir con qué se relaciona, y luego me dé
su autorizada opinión.
Cárceles se quedó inmóvil unos instantes, observando con fijeza al maestro de esgrima, y
éste comprendió que estaba impresionado Después se pasó la lengua por los labios y miró
los documentos que había sobre la mesa.
-Don Jaime -dijo por fin, con mal reprimida admiración-. Jamás hubiera pensado que
usted...
-Yo tampoco -le atajó el maestro-. Y debo decirle, en honor a la verdad, que esos papeles
se encuentran en mis manos contra mi voluntad. Pero ya no puedo escoger; ahora debo
saber lo que significan.
Cárceles miró otra vez los documentos, sin decidirse a tocarlos Sin duda intuía que algo
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